La palabra que no nos encontró. 

En el mundo del ser hablante, la palabra es sin duda la principal protagonista. Aquella que nos separa, nos marca, nos nombra e inevitablemente nos deja en falta. Una falta que abre el camino para constituirnos como sujetos y entrar en el mundo de la subjetividad. Ya ven: sujeto = subjetivo.  Es por medio de la palabra que nos vamos formando como seres únicos, con una forma particular de ser, desear, gozar y sintomatizar. Estamos de múltiples formas sujetados y sostenidos por la palabra. Lacan, en sus enseñanzas sobre el psicoanálisis dirá que el lenguaje crea al sujeto, quien a su vez interrumpe en el lenguaje creado una relación reciproca entre ambos.

A partir de esta relación, nace mi fascinación por la palabra. Con aquello que decimos y lo que dejamos de decir, con cómo lo decimos, a quién, cuándo y dónde. Con lo que nos han dicho, lo que se ha dicho de nosotros y cómo lo hemos organizado psíquicamente a través de palabras tanto al momento de introyectarlo, como al momento de dejarlo ir. En fin, con todo el efecto que la palabra tiene en nuestro mundo interno y por ende en nuestro entorno.

Estamos en definitiva en un constante encuentro con la palabra. Sin embargo, de vez en cuando, me gusta bailar con ella de forma más íntima ya sea en el consultorio como en el papel. Con el tiempo, me he llegado a considerar una psicóloga con complejo de escritora y es que se me hace difícil desligar una cosa de la otra. Escribo, al igual que voy a terapia, para habitar mi mundo interno, mas no desde la misma posición.

Cuando escribo entro en un espacio en donde puedo reflexionar de forma regularmente elocuente y estructurada. Puedo ir y venir; escribir, borrar y reescribir; editar y organizar. Se me hace una especie de juego, en el cual voy conectando sentimientos con situaciones y puedo tranquilamente sumergirme en cada experiencia sin miedo a ahogarme.

En cambio, en terapia el miedo a ahogarme siempre está latente. A diferencia de la escritura, en el encuentro terapéutico se pone en juego el cuerpo. Cuando escribo, las palabras van directo de la mente al papel, mientras que al hablar las palabras tienen la obligación de atravesar(me). Es ahí, en ese atravesar el cuerpo en donde aparece la angustia, el efecto que no engaña dirá Freud y subrayará Lacan, pero también aparece la esperanza de poder sanar. Es curioso, pero a lo largo de nuestro desarrollo, es la angustia siempre lo que nos impulsa a crecer (este tema lo podemos abordar en otro artículo).  

Recuerdo estudiar el caso de Anna O y el término “The Talking Cure”. Freud, junto a su colega Breuer, observaron que los síntomas físicos de sus pacientes histerias iban disminuyendo e incluso desapareciendo a medida que hablaban de sus síntomas. Esto los llevó a concluir que la palabra dicha tiene un efecto en el cuerpo y de ahí viene el método utilizado por el psicoanálisis conocido como “asociación libre.” De alguna forma, es como si dejáramos que las palabras fluyeran encontrando su camino hacia la libertad.  

 Esto fue respondiendo alguna de mis dudas: ¿Tuviera el mismo efecto si las pacientes en vez de decir las palabras las hubieran escrito? Pensaría que no ¿Es suficiente hablar en voz alta para sanar? Pensaría que tampoco, ya que si así fuera ¿por qué motivo fuéramos a terapia? Pudiéramos ahorrarnos un dinerito y convertir el espejo en nuestro terapeuta, ¿cierto? Entonces pareciera que para que la palabra hablada tenga un efecto sanador necesita de un encuentro, de un espectador, de un testigo. Testigo ¿de qué? se preguntarán. Pues, testigo de nuestro dolor.

Yo lo veo un poco de esta manera, la angustia que muchas veces aparece sin pedir permiso son aquellos dolores que pasaron desapercibidos en nuestra infancia ante la mirada de la persona que más amábamos. Un dolor que no logró encontrar a un otro que le diera sentido para así ser digerido adecuadamente por el niño. De tal manera que quedó marcado en nosotros como un terror sin nombre, término estudiado por el psicoanalista Wilfred Bion. De ahí, la frase que surge mucho en el consultorio: “siento algo aquí, pero no sé qué es”. Está ahí una incapacidad de nombrar aquello que cuando éramos niños no fue de alguna forma nombrado para nosotros.  

Entonces, qué podemos concluir en todo esto, bueno que el valor de ir a terapia es justamente que el terapeuta no es cualquier persona, la terapia no es cualquier espacio y ese encuentro no es cualquier encuentro. Al depositar en el terapeuta aspectos de nuestras figuras primarias logramos revivir ciertos afectos reprimidos y ahora ese afecto en vez de encontrarse con incomprensión y rechazo, se debería encontrar con la escucha, el amor incondicional y la validación del ´buen terapeuta´. Dándole así un espacio a esa palabra en donde pueda descansar.

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